Millones de personas en el mundo quedamos entre consternadas y rabiosas, entre dolidas y atónitas, entre desoladas y desesperanzadas ante las espeluznantes escenas de violencia que hemos visto en Estados Unidos en la última semana.
Los asesinatos de Alton Sterling y Philander Castile la semana pasada, dos hombres negros inocentes muertos a manos de policías en Luisiana y Minnesota, han desatado no solo la ira y el dolor sino también el igualmente espantoso asesinato de cuatro agentes de la Policía durante una manifestación en Dallas.
Estas escenas no son nuevas en Estados Unidos. Por el contrario, probablemente ya sean emblemáticas de las grietas más profundas de esa sociedad. Sin embargo, nos consternan como consternaron a nuestros ancestros en su momento antes y durante la guerra civil del siglo XIX. Como también consternaron a nuestros padres y madres en el siglo XX durante el movimiento negro de derechos civiles. Y tal vez nos consternan aún más ahora porque nos damos cuenta de que ni la esclavitud ni el discrimen racial se han erradicado a pesar de aquellas luchas tremendas. Nos consterna aún más porque tenemos una concepción progresiva de la historia. Porque partimos de la premisa de que las cosas solo pueden evolucionar con el tiempo. Y en momentos como este, tanto el río de la historia como el presente, insólito, implacable, nos explota en la cara. El año pasado, la Policía mató al menos a 1,152 personas en Estados Unidos, según www.mappingpoliceviolence.org. De éstas, 306 fueron personas negras y 195 hispanos o latinos, según el proyecto The Counted del periódico británico The Guardian. De las personas negras asesinadas, 102 estaban desarmadas. Solo en 10 de esos casos se radicaron cargos criminales contra los agentes y únicamente en 2 los policías fueron convictos de delito. El 37% de las personas desarmadas que fueron asesinadas por policías fueron negras, a pesar de que solo el 13% de la población de EEUU es afroamericana.
En Puerto Rico, según datos de la Policía, en 2015 murieron 12 personas (6 de la ciudadanía y 6 policías incluyendo uno por suicidio) debido al uso de fuerza de la Policía. La documentación de la Policía -práctica que inició en 2014 como requerimiento de la reforma de la Policía- aún es ambigua, limitada y poco confiable. La Policía no identifica la raza o nacionalidad de esas víctimas.
Es una gran tragedia que por un país no ser capaz de abordar el racismo estructural y la violencia sistémica del Estado, terminen mutuamente victimizados (aunque nunca de forma equitativa) trabajadores, policías obreros, familias de clase media y pobre cuyas luchas reivindicativas bien podrían ser las mismas. ¿Por qué siempre son los pobres y los trabajadores los que pagan con su cuerpo, con su seguridad, con su vida, el racismo, las desigualdades, la violencia de toda una sociedad?
Toda violencia de Estado tiene que reformarse profundamente para crear sociedades verdaderamente seguras, equitativas y democráticas.
Somos varias las organizaciones en Puerto Rico que insistimos en incidir en una reforma integral de la Policía porque creemos que hay una brecha muy grande y contraproducente entre cómo la Policía concibe su rol y las necesidades y derechos de nuestras comunidades. Esa brecha hay que reducirla. Hay que acercar a la Policía a su verdadera razón de ser, que es garantizar nuestra seguridad, proteger nuestros derechos y rendirle cuentas a la ciudadanía sobre su trabajo, el uso de su fuerza y autoridad. Y cuando hablamos de nuestros derechos hablamos antes que todo del derecho a la vida. Si nuestras sociedades no promueven y protegen el valor supremo de la vida, ¿para qué entonces invertir en y someternos a un Estado? ¿Para qué entonces nos organizamos como sociedad y asumimos responsabilidades si no es para que se nos garanticen los derechos?
Además del supremo derecho a la vida, también hablamos del derecho a la seguridad, a no ser discriminados por nuestra raza, nacionalidad, por el lugar donde vivimos, por nuestra situación económica, de clase o identidad de género. Hablamos del derecho a poder expresarnos y asociarnos libremente, a ser críticos del estado en que vivimos.
Hablar de la Policía no es solo hablar de armas, patrullas y radios. Es también hablar del tremendo poder que tiene el Estado sobre cada uno de nosotros y cómo podemos regular e incluso compartir ese poder con la ciudadanía, que en última instancia es la soberana.
Hablar de la Policía es hablar de las formas en que el racismo, el clasismo, el sexismo y el autoritarismo se incrustan en nuestra vida colectiva desde las mismas instituciones que se supone nos protejan. Si queremos crear verdaderas democracias, tenemos que empezar a regular y fiscalizar el poder en todas sus manifestaciones.
Reformar a la Policía es también comenzar a hacer justicia para todos aquellos a quienes el exceso de fuerza y de autoridad les tronchó trabajos, planes, familias, vidas. Y para todos aquellos policías que entraron a la Uniformada movidos por un verdadero compromiso social. Para aquellos y aquellas que trabajaron y trabajan con un gran sentido de responsabilidad y cuya dignidad se ve empañada por un problema sistémico y estructural que es mucho mayor que ellos y que tenemos el deber de erradicar.
Otras Policías tienen que ser posible.