Mientras en Puerto Rico no tenemos el consuelo de velar a nuestros muertos de una manera digna, otros consuelan con contratos a sus talentos familiares y allegados. Mientras la desigualdad socioeconómica y la inseguridad nos hacen cada día más vulnerables, los fondos buitre de Wall Street multiplican sus ganancias en apenas semanas y a expensas del bolsillo de los puertorriqueños.
Mientras unos siempre ganan, otros parecen condenados a pagar y a siempre perder. Hace tan solo tres semanas atrás, la Junta de Supervisión Financiera y el Gobierno utilizaban su plan fiscal para justificar y defender en el Tribunal Federal un acuerdo generoso para los bonistas en detrimento de la salud fiscal de Puerto Rico durante los próximos 40 años. Todo esto sucedía a la vez que eran cuestionados por reconocidos economistas expertos en la materia.
El pasado 4 de febrero, el acuerdo y el plan de ajuste de COFINA fueron ratificados por la jueza Swain, y ya desde antes de que esto sucediera comenzábamos a sentir sus primeras consecuencias: el 30 de enero la Junta comunicó al Gobierno que la proyección de recaudos del Fondo General para el año fiscal 2020 será de $8,028 millones. Esto significaría un recorte en el gasto público de aproximadamente un 8% o $702 millones en comparación con el presupuesto de $8,730 millones del 2019.
Ante este escenario, algo parece no tener mucha lógica: si hace unos días el Gobierno defendía con la Junta tanto el acuerdo como el plan de ajuste de COFINA y celebraba que tendría $456 millones anuales adicionales, ¿cómo es que ahora el dinero no es suficiente y se exige un recorte anual de $702 millones al presupuesto? ¿Qué hace posible que el plan fiscal certificado el pasado octubre ya esté obsoleto para el nuevo presupuesto —requiriendo amplios recortes para el pueblo— y en cambio siga vigente cuando se trata del pago de deuda insostenible a los bonistas? ¿Cómo es posible que el mismo escenario proyectado sirva para un cálculo y no para el otro?
El discurso, la realidad y los números no cuadran. Además, la ayuda federal —que no mitigará todo el efecto de las medidas de austeridad— si llega, es a cuentagotas. El Gobierno, la Junta y la Legislatura deciden sin contar con la ciudadanía lo que se pronostica va a representar un recorte de nuestros servicios esenciales. La soga partirá por lo más fino y los ciudadanos pagaremos los platos rotos.
En todo este juego de distracción entre estos tres poderes, ¿dónde está su transparencia mientras nos imponen recortes en nuestros servicios esenciales? En estos momentos, en los que la trampa de la austeridad acecha, es que se deben hacer públicos los análisis e informes que aparentemente sustentan los amenazantes recortes.
Los puertorriqueños pagan de sus bolsillos a consultores y asesores utilizados para justificar la llegada de más medidas draconianas para el pueblo. Los entes gubernamentales, electos o no, tienen el deber, en este incipiente proceso presupuestario, de hacer públicos todos los documentos que por costumbre intercambian en secreto.
No se pueden volver a cometer los errores del pasado. No se puede continuar excluyendo del debate presupuestario y fiscal a los ciudadanos, quienes al principio y al final somos los que pagamos las cuentas. Para iniciar ese proceso de transparencia, la Junta debe empezar divulgando al pueblo todos los supuestos en los que basan la bajada en los recaudos para el próximo año fiscal. Igualmente, el gobierno, de una vez y de forma proactiva, debe difundir todos los supuestos, estudios y análisis que respaldarán el próximo plan fiscal que tendrá que entregar a la Junta el próximo 22 de febrero. El pueblo debe tener siempre el derecho a saber, no la condena de perder.
Esta columna fue publicada originalmente en El Nuevo Día el 6 de febrero de 2019.